CUENTO DE FÚTBOL
Tras las fiestas de fin de año, mi amigo Mauro y yo,
fundamos Rivadavia Norte Fútbol Club. Un equipo que surgió de manera
improvisada, entre los que no tuvimos la suerte de irnos de vacaciones. Ahí lo
conocí al Chiqui, el protagonista de esta historia.
Todo comenzó con la idea de realizar una actividad deportiva
una o dos veces a la semana. Y qué mejor que jugar al fútbol con amigos.
Sacamos turno en las canchas de García. Allí se arman equipos de ocho
jugadores, es decir que Mauro y yo teníamos que conseguir a seis chicos más
para el debut, que ya tenía fecha y rival confirmado: jugábamos el primer lunes
de enero contra Los Carniceros, un plantel que mezclaba la experiencia de los
que se dedican a este rubro, con la juventud de sus hijos y sobrinos.
A la hora de armar el equipo, con Mauro decidimos que cada
uno llevara a tres conocidos para completar los ocho. Mis tres convocados
fueron Ángel, Damián y Sebastián. El primero, amigo de la infancia y del
barrio, un arquero que volaba de palo a palo sin importarle nada. El Flaco
Damián, era mediocampista con poca marca y retroceso, pero con gran llegada al área y mucha
facilidad para romper las redes rivales. Y por último Sebastián, primo de
Damián, quien tenía un estado físico de la puta madre, lo llamé para que nos
diera una mano en la recuperación de la pelota.
Mauro, por su parte, llevó a su primo Kevin para completar
la zona media, quien le gustaba jugar por la izquierda con muchas
características ofensivas. Iván también fue parte de ese primer equipo, un
defensor con destreza, capaz de adaptarse a cualquiera de los laterales. Y por último, el tercer invitado de Mauro fue
el Chiqui, como dije al principio, el
protagonista de esta historia.
Rodrigo, más conocido como Chiqui, era apodado con cariño de
esta manera debido a su gran estatura. Medía 1,98 metros y usaba unos botines
flúor con tapones de aluminio, número 47. Si, calzaba 47. Si bien no lo
conocía, de inmediato me pareció una excelente persona, de esos pibes
tranquilos, sin un gramo de maldad. Con él completábamos la defensa y el equipo
para ese primer partido.
Comenzó el encuentro, en una noche y un césped que invitaban
a jugar al fútbol por abajo, con pelota dominada, tomándose un segundo para
pensar y buscar el mejor pase posible.
Como denotarán, soy un enfermo de este deporte, de las tácticas y las
estrategias, y en algún momento haré el curso de entrenador, aunque no ejerza
nunca.
Con una mano en el corazón, esperaba una goleada por parte
de Los Carniceros. Sin embargo, sucedió lo contrario. Ganamos 5 a 1, por
momentos bailando al oponente, como si nos conociéramos de toda la vida. Hubo
rendimientos individuales muy altos, salvo la actuación del Chiqui, que cada
vez que podía, subía a buscar un cabezazo en un tiro de esquina o en alguna pelota
quieta a nuestro favor, pero no volvía a
defender.
“¡Bajá, Chiqui! ¡Qué mierda hacés arriba! ¡Sos defensor!”,
eran mis gritos desde el fondo de la defensa, que se escuchaban en todas las
canchas aledañas. Sin querer me había metido demasiado en el partido, donde en
realidad el objetivo era pasarla bien. Pero no me podía controlar.
Tras esa primera victoria, nos llegó el segundo compromiso.
Los Leones, como se hacían llamar, nos vieron ganarles a Los Carniceros y, como
suele suceder en este tipo de lugares de fútbol amateur, nos desafiaron para
dentro de siete días.
Ellos se conocían de memoria, ya que llevaban cinco años
jugando una vez a la semana. Tenían dos tipos de camisetas y pantalones, una
especie de ropa titular y suplente para no confundirse con la vestimenta del
rival. Nosotros no combinábamos nada, ya que cada uno usaba la remera o casaca
del club favorito, un rejunte entre Boca, River, Barcelona, el Milan y la
selección.
Otra vez, mi expectativa era bajísima. No había chance.
Esperaba que todos diéramos lo mejor de sí y consiguiéramos una derrota digna.
Pero al igual que la semana anterior, por la suerte, o por las cosas que tiene
el fútbol, o por la mística que se estaba generando en el grupo, o vaya uno a saber por qué, tuvimos una noche
memorable. Eso sí, terminamos pidiendo la hora.
Faltando veinte minutos para el final, estábamos ganando 4 a
0 producto de una importante efectividad nuestra, algunas atajadas estupendas
de Ángel y una defensa férrea entre Iván, el Chiqui y yo. Al estar ganando por
semejante diferencia y creyendo que el encuentro estaba liquidado, empezamos a
boludear y en un abrir y cerrar de ojos, Los Leones se nos pusieron 4 a 3.
Sufrimos, hicimos tiempo. Más de uno se tiró al piso
fingiendo una falta inexistente. Otro miraba de reojo para ver si venía Don
García a cortar el partido. Por mi parte, volví a putear al Chiqui, quien
cometió dos errores que nos costaron goles y me fastidiaba con él porque, como
en el partido pasado, iba a buscar un cabezazo al área contraria pero no bajaba
a defender como correspondía.
Hasta que llegó el “listo, muchachos” de Don García que
indicaba el final del encuentro. Habíamos ganado y la alegría se trasladó a la
cantina, donde aproveché ese momento fantástico que vive todo plantel tras una
victoria, y le pedí disculpas al Chiqui por mis gritos e insultos. Y por
supuesto que las aceptó. Allí entendí que toda calentura futbolera entre amigos
se termina cuando finaliza el partido, contando anécdotas y cagándote de risa
con alguna jugada en particular. Una fantasía, una burrada, el gol que se comió
el 9, la rabona que intentó el 10.
Entre tantas carcajadas y alguna que otra cerveza, todos
coincidimos en que algo importante estaba pasando. Ya no era casualidad, había
una vibra especial, y no queríamos seguir juntándonos sólo para correr o
divertirnos, soñábamos con algo más.
Necesitábamos urgente camisetas. Había que conseguir dinero
y ver dónde podíamos hacerlas. Uno recomendó una tienda de ropa a la cual ya
había ido, otro ofreció el negocio de su papá como sponsor, y así se generó una
de las charlas más maravillosas en las que me tocó participar. Allí nació el
nombre del equipo. Nos dimos cuenta de que la mayoría vivíamos en la parte
norte de la ciudad y la idea fue votada de manera unánime.
Dos o tres cervezas más nos hicieron soñar en grande.
Empezamos a pensar en un futuro donde pudiéramos tener nuestro propio terreno,
convertirlo en cancha de fútbol y con mucho esfuerzo participar de la Liga
Rivadaviense.
A los pocos días lanzamos nuestra página web, donde le
contábamos al mundo sobre el equipo. Subíamos las crónicas de los encuentros
con fotos incluidas, estábamos entusiasmados. Ese primer año terminó con muchas
victorias, pocos empates y alguna que otra derrota. Por primera vez sentía la
sensación de felicidad plena, que era compartida por todos. A los ocho
jugadores iniciales se fueron sumando otros amigos, que aportaron y mucho
cuando alguno no podía asistir. Sin embargo, algo seguía sin encajar: La
posición del Chiqui dentro de la cancha.
Como describía en el inicio, él jugaba en la defensa pero no
era muy dúctil. Además tenía la costumbre de pasar al ataque o de ir a
cabecear al área contraria, pero no
volvía rápido a defender y nos dejaba un hueco enorme en ese sector del campo.
¿Qué podíamos hacer? ¿Sacarlo del equipo? Imposible. Era
parte del grupo inicial y por sobre todo, nuestro amigo. Era uno de los pocos
que siempre llegaba puntual y jamás se fastidiaba cuando tenía que salir o en
muchas ocasiones, le pedíamos que arrancara desde el banco. Nunca se molestó.
Ni conmigo, ni con los demás chicos, ni con los rivales. Siempre ponía su mejor
cara y esperaba su turno para entrar a la cancha, tirar alguna que otra
burrada, buscar un gol de cabeza y volver a la zona defensiva cuando quisiera.
Fueron pasando los partidos. Pasaron días, semanas, meses y
hasta un par de años. El equipo comenzó a decaer. Participamos de dos torneos
sin pena ni gloria. Muchos empezamos a tener obligaciones laborales o de
estudio, que nos impedían estar disponibles todas las semanas. A pesar de esto
continuamos jugando pero ya no tan seguido, a veces sólo una vez al mes y en
algunas ocasiones, al ver que no llegábamos a juntar ocho jugadores,
cambiábamos de escenario y probábamos suerte en canchas de fútbol 5.
Como suele suceder cuando tenemos responsabilidades, estamos
más pendientes del trabajo que de otras cosas. La rutina es el mayor enemigo,
el que te hace perder a cuenta gotas la felicidad, que en mi caso la encontraba
en la zaga central de Rivadavia Norte todas las semanas, poniéndome la 2,
peleando con los rivales y gritándoles a mis compañeros para ganar.
Si tuviera la posibilidad de volver a tener el tiempo que
tenía y ser otra vez esa especie de capitán de este equipo de amigos, creo que
volvería a tomar las mismas decisiones que tomé. Armaríamos con Mauro el mismo
plantel, siempre apostando a una defensa fuerte y a un mediocampo combativo.
Haría los cambios que quisiera y seguiría discutiendo con los que llegan tarde.
Pero por sobre todas las cosas, hoy volvería a pedirle al Chiqui que baje… Que baje del cielo un rato, aunque sea por
una hora, que necesito un lateral por la derecha que mida casi dos metros, que
tenga un corazón inmenso y que jamás proteste por nada.
Lo llamo, le grito fuerte. Pero es inútil, no responde. Debe
estar cómodo buscando un gol de cabeza en el equipo de Dios.
Hugo Videla
@Hugovidela1
Q lindas palabras. También perdí en esta vida a un amigo. Seguro están Con Dios mucho mejor q acá. ;
ResponderBorrarSe me corrió un lagrimón �� ��
ResponderBorrarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrarque grande Hugo... buenas memorias de rodrigo... me hiciste acordar todos los viernes q pasamos jugando futbol 5 en casa italia...
ResponderBorrarMUY BONITO GRACIAS POR HABLAR ASÍ DE MI RODRI BELLO
ResponderBorrar