CUENTO DE BÁSQUET
Si el 26 de junio del 2011, River Plate no
perdía la categoría en el fútbol argentino, es probable que esta historia hubiera
trascendido a nivel nacional.
No era un domingo más. La final del campeonato
de básquet de la ciudad, se definía de manera especial: un sólo partido en cancha neutral y no una serie playoffs al
mejor de tres encuentros como sucedía todos los años. Además la Asociación
local, como incentivo, puso de premio diez mil pesos en efectivo para el
ganador.
Dos equipos, dos finalistas, dos ideologías
distintas. San Isidro era el bicampeón de la ciudad, la mayoría de sus
jugadores eran nacidos en el club e iba en búsqueda de su primer tricampeonato
en la historia. En el otro rincón estaba Los Andes, un club renovado, que con gran
apoyo municipal y empresas privadas, había traído seis incorporaciones de
renombre para poder ganar el certamen y clasificar a la Liga Nacional. La final
tenía todos los condimentos.
Se eligió el estadio de Estudiantes, con
capacidad para cinco mil personas, buscando que ambas hinchadas, más el público
amante de este deporte, colmaran las gradas y fuera una verdadera fiesta.
El fuerte de San Isidro, el actual campeón,
era la defensa. Su contrincante Los
Andes, con sus nuevas incorporaciones, estaba lleno de goleadores y ya en el
primer cuarto de la final lo hizo notar, convirtiendo siete triples. El parcial
terminaría 30 a 16 a favor de Los Andes, que mostraba su supremacía.
Nada cambiaría en el período siguiente. Al
contrario, era un monólogo. San Isidro no encontraba el rumbo y todo se
encaminaba a un resultado con amplio margen. Los Andes se iba al entretiempo
ganando claramente por 53 a 25. Veintiocho puntos de diferencia, a falta de
veinte minutos por jugar. Festejos casi desmedidos en un costado. En la otra
tribuna, silencio de velorio. Aquí empezaría la otra historia, la que pocos
conocen.
En el pasillo que desemboca en los vestuarios,
el presidente de la Asociación de Básquetbol, Claudio, estaba al mando de la
organización y trataba de que todo estuviera perfecto para la hora de la
premiación, una vez finalizado el encuentro. Los diez mil pesos se habían
convertido en un verdadero atractivo y para darle más color y profesionalismo a la
final, se compró para hacer entrega al final del partido, el famoso cheque gigante para las fotos que luego saldrían en
los diarios locales.
Claudio y los dirigentes de la Asociación, tenían
todo preparado, salvo un detalle: No se dieron cuenta de llevar un
fibrón para llenar el cheque con la suma a entregar y el nombre del equipo
campeón, el cual se haría acreedor de la suma.
Faltaban dos cuartos aún, pero el partido
parecía sentenciado. En ese pasillo, Claudio se cruzó con Fernando, el capitán
de San Isidro y protagonista del
encuentro. Fernando, además de jugar en el club que lo vio nacer, era parte del
seleccionado local, es por esto que había mucha confianza y hasta una amistad
con el presidente.
–Fernando, perdón que te moleste: ¿ustedes me
prestarían el fibrón un momento?- preguntó el presidente, haciendo referencia
al marcador negro donde el entrenador dibuja las jugadas en la pizarra.
-¿El fibrón? ¿Para qué lo que querés?
-Necesitamos llenar el cheque para el acto de
premiación. Es sólo un momento.
-¿Ahora lo querés llenar?- preguntó Fernando,
que seguía sin comprender lo que quería hacer el presidente.
-Si Fer, lo vamos a llenar ahora. La final
está sentenciada. Lo siento mucho, pero es así.
Hubo un silencio por parte de Fernando,
seguramente contó hasta diez para calmarse y no cometer una locura, ya que
siempre fue de carácter fuerte. Luego de unos segundos respondió:
-Faltan veinte minutos todavía y este partido
lo vamos a ganar, ni se te ocurra llenar ese cheque de mierda- el capitán siguió
camino hacia el vestuario siendo el último en entrar, cerrando la puerta con
violencia.
Claudio le hizo caso a Fernando y no llenó el
cheque con el nombre de Los Andes, el equipo que estaba ganando con comodidad.
Esperaría hasta el final, aunque continuó buscando un fibrón para tener a mano.
Fernando entró al vestuario pero no les contó
a sus compañeros sobre la conversación con el presidente. Fue hacia donde
estaba el entrenador, le quitó la pizarra y el fibrón y los tiró al piso.
Mirándolos a los ojos a sus compañeros les dijo:
- ¿Qué carajo les pasa? ¡Estamos jugando una
final! ¿No tienen ganas de salir campeones? - todo era silencio, sólo habló el
capitán. Y continuó:
-Voy a salir a dejar todo para dar vuelta el
resultado, espero que ustedes hagan lo mismo, aún hay tiempo, ¡dejemos de
boludear!- abrió la puerta del vestuario y se fue rumbo a la cancha a tirar al aro,
solo. Le habían mojado la oreja. Un minuto después salieron sus compañeros, que
sintieron el golpe y las pocas palabras en caliente de su capitán.
Comenzó el segundo tiempo. Bola de San Isidro. El
Base le entregó la pelota a Fernando que sin dudar un instante, tiró desde siete metros para
convertir el primero de los tres triples consecutivos que anotaría en ese
período. El capitán de a poco empezaba a contagiar a sus compañeros y, moviendo
sus brazos de abajo para arriba, le pedía a la hinchada que se levantara, que aún había tiempo para
remontar el partido.
Habíamos dicho que el fuerte de San Isidro, el
actual campeón, era la defensa. Ese tercer cuarto fue una muestra de cómo se
defiende en una final. Una presión asfixiante que dio sus frutos. Cada ataque de Los Andes terminó en tiros incómodos y ni
siquiera cometió faltas que le costara tiros libres en contra. El rival sólo
pudo convertir siete puntos en ese segmento, producto de un triple y dos dobles
sobre la chicharra de veinticuatro segundos.
En ataque Fernando, que en todo el primer
tiempo había hecho sólo cuatro tantos, se despachó con cinco triples, más un
doble, totalizando diecisiete puntos de los veinticinco que hizo su equipo para
poner la historia 60-50. De estar veintiocho puntos abajo, San Isidro se ponía
a diez, y con un último cuarto por jugarse.
De ahí en adelante fue otro partido. Se defendió
más fuerte de lo que se había hecho en los treinta minutos anteriores. Los
nervios también hicieron lo suyo y ambos rivales fallaron tiros insólitos.
El reloj corría y la brecha entre un equipo y
otro era cada vez más corta. El estadio era una caldera, todos cantaban, todos
gritaban, cada uno jugaba su partido. Fernando convirtió otro triple clave para
poner a su equipo a seis de Los Andes (71 a 65).
Tras ver que sus jugadores no reaccionaban, el
entrenador de Los Andes pidió tiempo muerto, faltando menos de tres minutos
para el final. Más allá del resultado
favorable que todavía tenían, el ánimo no era el mismo del primer tiempo. Había
malestar en el grupo, algunos lanzamientos apresurados que generaron
discusiones internas. Cada uno estaba
buscando su tiro, su gloria personal, sin pensar en lo que significaba para la
institución salir campeón.
Como no podía ser de otra manera, el partido
se definiría en el último minuto y con mucho dramatismo. San Isidro igualó el
marcador a falta de cincuenta segundos con un doble del pívot (73-73).
Los Andes intentó cuidar la pelota en el
siguiente ataque. La idea era simple: consumir la mayor cantidad de segundos y que alguno de los goleadores anotará un triple para luego defender y asegurar
el triunfo.
Sin embargo, cuando Los Andes se dispuso a lanzar,
luego de haber cuidado la bola casi los veinticuatro segundos de posesión,
Fernando, el héroe de la noche, robó la pelota sin hacer falta y corrió hacia
el aro rival.
El reloj ahora indicaba menos de treinta
segundos para terminar el partido. El tablero seguía marcando la igualdad en
73. Todos los hinchas estaban de pie, algunos, de tantos nervios, no querían
mirar el desenlace.
Fernando tenía la pelota, se la entregó al base
para que comandara el ataque. Si San
Isidro consumía los veinticuatro segundos, aún le iba a quedar tiempo a Los
Andes para un último intento. Por ende, había que ser preciso y certero con la
decisión.
El base picó la pelota, dejó pasar el mayor tiempo posible y a
la hora de elegir a un receptor de su pase, no dudó. La bola volvió a las manos de Fernando, el goleador del partido, quien penetró en la zona pintada, exponiendo todo su
carácter, atacó a su defensor, encestó el doble y además sacó una falta,
quedando seis segundos para el final. El público no podía creer lo que estaba
viendo. De manera increíble, San Isidro se ponía arriba en el marcador por primera
vez en la noche (75-73).
Sin embargo, la tensión no terminaría.
Fernando, que llevaba treinta y cinco puntos en la noche, demostró que es
humano y falló el tiro libre adicional, y el rebote lo atrapó Los Andes, que
tendría la última posibilidad del partido. En caso de encestar un doble, habría
alargue. Con un triple, conseguía el
campeonato.
El conductor de Los Andes corrió a toda
velocidad, pasó la mitad de la cancha y si bien tenía la posibilidad de pasarle
la pelota a alguno de sus compañeros, no había tiempo para pensar. Se tuvo fe y
lanzó al aro apresurado, pero en buena posición, con el sonido de la chicharra
de fondo.
Los corazones se paralizaron en esas décimas
de segundos donde la bola viajó por el aire hacia el tablero. Para desgracia de
todo Los Andes, el lanzamiento dio con fuerza en el aro y salió.
San Isidro se consagró campeón por tercera vez
consecutiva, tras ir perdiendo por una diferencia que parecía indescontable. La
emoción fue tremenda. Los hinchas saltaron los carteles de publicidad y se
metieron al parquet a abrazar a sus jugadores. Los dirigentes lloraban de
felicidad por un nuevo título. Todos gritaban, todos cantaban el clásico “Dale
campeón, dale campeón” tras ganar la
final más difícil y agónica de la ciudad. Todos menos uno.
Fernando, la figura indiscutida del partido,
antes de ir a festejar y cortar las redes, fue hacia el banco de suplentes.
Agarró el fibrón que había quedado en el
piso junto con la pizarra del entrenador, y se lo llevó al presidente que
estaba en un rincón preparando todo para la premiación.
Fernando se acercó, le dio un fuerte abrazo a
Claudio y al oído le susurró:
-Acá tenés el fibrón, ahora sí podés llenar el
cheque...
Hugo Videla
Twitter: @Hugovidela1
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