CUENTO DE FÚTBOL
Ciento ochenta y dos pasos precisos, lentos, inseguros como la noche; dieciséis escalones que se ciernen como el peor de los zagueros rivales, diez pasos sutiles para ingresar al área de los sueños, once escalones más, y apenas tres butacas despintadas para sentarse en lo bajo de una platea que empieza a latir con el sonido de los bombos.
Toda la semana ha seguido atentamente los programas deportivos que cubren a su equipo para estar seguro de a qué hora se juega el partido. Como cada domingo después de levantarse ha preparado la entrañable y gastada camiseta, dejándola arriba de la cama estirada, como quién prepara el traje para un casamiento. La gorra es la de siempre, la de tantos años cubriéndole un sol que nunca llega a su alma, esa que le regalaron en la escuela para el día del niño. Con un giro calculado, se mueve en la penumbra de la pieza para quedar justo de frente en el habitáculo del ropero que simula su cabina radial; y donde sueña y ensaya la transmisión de los partidos y los goles del Gato. Allí está la pequeña radio a pilas que lo acompaña desde los doce años en que se la regaló su tío Juan una mañana calurosa de noviembre.
No ha querido separarse de ella a pesar de los celulares, las nuevas auriculares binchas y tantos artefactos que él no puede apreciar. Piensa el niño que la voz de la radio debe volar como los pájaros y no quedar encerrada como un eco infinito en su cabeza. Escuchar radio es más que eso; es una ceremonia mágica en la que el viento se mezcla con la voz del locutor; el ruido de los autos acalla una jugada, la acción casi picaresca de la onda que desaparece un instante y retorna con un gol de algún equipo lejano y desconocido, y esas voces que circulan a su alrededor y completan el escenario perfecto de una fantasía incomprensible para la gente común. No ha querido separarse porque con ella descubrió por primera vez cómo es el mundo del fútbol con los ojos cerrados o sin ellos. Cómo imaginar un domingo sin ese ronquido suave que se afina cuando el índice lo acaricia en busca del dial y esa voz que dibuja necesariamente para él las jugadas y los goles.
Se ha levantado ansioso, casi como un niño esperando a los Reyes Magos a pesar de su edad. Hoy juega su equipo, ese que lo estremece hasta las lágrimas cuando sale al imaginario verde césped. Su papá, don Mingo, aún duerme y sin embargo en la cocina hay un rumor a mate caliente, estofado de carne y folklore que invade la casa. Con certeza en sus pasos y tanteando al destino se acerca hasta la mesa desvencijada, toma a su mamá Gladys por los hombros cubriéndola con tanto amor como si fuera un reencuentro después de una noche larga y oscura que nunca termina para ambos, y le da un beso invisible en la mejilla de la mujer.
Son las once y su ansiedad por el partido lo ha llevado con desesperación hasta la habitación de don Mingo para que se levante. Se sienta en los pies de la cama en silencio recordando el calor de las cobijas entre medio de sus padres cuando niño. Sonríe. Don Mingo no es de besos o caricias como doña Gladys, sin embargo entiende de sobra porqué su hijo está ahí. Se levanta con pereza, y una molestia de semana cansada lo hace estirarse hasta la luna de la pieza donde se acurrucan los sueños que tenía de joven. Regresa con un bostezo largo y placentero hasta la cabellera oscura de su hijo y abarcarlo con su mano áspera y arrugada se le entibia la mirada cuando el niño complacido ríe adivinando su cariño.
Hay un sol alto sólo para uno de ellos cuando abren la puerta del frente de la casa, la vereda está regada, fresca y en algunas casas contiguas se escucha la música popular de los domingos en la Villa del Carmen. El viejo Ford quinientos ha dormido afuera como casi todos los vehículos sin resguardo del barrio. Abre la compuerta trasera donde aún quedan vestigios del escudo rojo y blanco, y descarga una a una las escaleras y cabritas que sus empleados de cuadrilla ocupan para el trabajo diario. Allí las deja en la vereda, mientras su hijo apoyado en el canasto de la basura mira sin mirar a lo lejos y escucha a los Glaciares del Perito con sus bombos atravesando la esquina y cantando. El camión está listo, muchas veces han caminado hasta la cancha, pero el trayecto se hace largo y muy lento. A don Mingo ya le cuesta caminar a su lado. A veces los cometas sin vientos no pueden elevarse piensa en silencio; mientras se alegra por tener el Ford para él solo y su papá.
Casi como un ritual se sientan a la mesa los tres, y doña Gladys sirve sus tallarines caseros con ese tuco intenso de sabores, y aromas. El color rojo invade cada plato, y el blanco inmaculado del mantel le da un contraste de fantasía y coincidencia con los colores de la camiseta de su hijo.
Algunas palabras sobre el partido, los jugadores y hasta el árbitro cruzan con su padre. El niño sabe cada detalle, se ha pasado horas enteras simulando ser un comentarista durante la semana. Relatando jugadas magistrales con ese palo de escoba que simula ser un micrófono. Su mamá Gladys los mira y por un momento el humo de la comida empaña los ojos tibios e infinitos de su hijo, y humedece casi con ternura los suyos. Han pasado tantos años desde la primera vez que lo trajo a su vida, casi sin vida, que no puede creer que hoy esté a su lado. Una servilleta seca su recuerdo y con una sonrisa ausente para su niño le avisa que ya es la hora de partir. Las miradas de Gladys y de Mingo se cruzan en silencio y en ella transcurre esa historia sin claridad que les ha tocado vivir, pero también el cariño con el que han criado a su hijo. Los despide a ambos con un beso, y les desea suerte con un abrazo largo de goles y emoción. Casi como una caricia pasa la bandera roja y blanca por el cuello del muchacho y él sonríe complacido como si le hubiesen puesto una armadura impenetrable. Rezan sus letras negras “No necesito verte para saber lo que siento por vos”.
El camión arranca casi como por compromiso, como para no fallarle a su dueño y mucho menos a la ilusión de su hijo. Un vozarrón tosco escupe el motor, y una bocanada de humo negro se escapa hacia el cielo como el de las bengalas de la cancha. El niño no ve el efecto de la nube que se aleja, pero está feliz sobre el asiento viejo y remendado. Así parten lentamente, por las calles del barrio y a las pocas cuadras algunos chicos entre gritos y cánticos le piden a don Mingo un aventón hasta la cancha. Algunos se trepan por la compuerta y otros que no alcanzan a colgarse se resignan a seguir cantando y caminando hacia la gloria. Él, sentado al lado de su padre disfruta del viento en su cara que le desparrama su pelo negro como las caricias de su mamá. La bandera flamea en sus hombros y pareciera como si las letras cobraran vida y se escaparan hacia el cielo. El sol sigue tan alto como sus sueños, y la Ruta cincuenta a la altura del hospital es una caravana multicolor de leones que rugen camino a la guarida. Algunos bombos se escuchan a lo lejos, él puede, apreciar sus latidos, puede sentirlos.
Para cuidar las pilas no enciende la radio hasta que no se estaciona el camión. Pareciera que la vida les hubiese regalado de forma vitalicia el lugar de siempre. Jamás desde que van a la cancha han encontrado ocupado ese refugio que regala el plátano viejo antes de llegar a la esquina del club.
Por fin se bajan, su padre lo ayuda a descender del estribo porque el cordón es peligroso, y entre la sombra complaciente del árbol y los brazos estirados del hombre que lo aguarda, un rayo de sol formidable atraviesa de forma intensa la escena en la que el niño cae al abismo de la fe que sólo sienten los que ven con el alma. Ese abrazo universal de ambos se plasma como un daguerrotipo en la mirada de algunos hinchas que colman la esquina.
Por fin ha encendido la radio, y ahí está él con su voz de lápiz y papel en blanco, el mismo que podría dibujar con sus palabras un mundo para el niño. Mientras caminan a paso lento entre la gente que se agolpa en las boleterías, él intenta escuchar al relator. Cuando logra dar con la emisora, inmediatamente interpreta el relato y los comentarios previos. Necesita escucharlo, porque con esa voz mágica de miel y caramelos recibirá el saludo casi obligatorio del locutor, con ello su pecho se va a colmar de emoción y con tirones de alerta se lo hará escuchar a su padre para que sepa lo importante que es también él. Algunos lo saludan, le dan palmadas o le acarician la cabeza; hace tanto que viene a la cancha que es tan popular como la Tía o el Bachicha pero él ni siquiera se da cuenta. Su padre camina medio rengo de tantas escaleras y trepadas a los frutales, el niño prendido de su hombro lo sigue confiado sin despegar la imagen de su oído. La gente se agolpa en el portón de entrada, pero ellos ingresan sin problemas. Como las aguas del Jordán los hinchas se abren para darle paso a don Mingo y su hijo.
Ciento ochenta y dos pasos por debajo de la popular, algunos papeles caen sobre sus hombros. El sol está alto y lejos como siempre para el niño. Dieciséis escalones duros como zagueros rivales suben a trancos firme. Siempre juntos. Diez pasos de descanso para recuperar el aliento y seguir. Once escalones más, tres butacas viejas y gastadas.
El locutor anuncia la entrada del equipo, uno por uno va nombrando a los jugadores mientras explota el estadio en mil sonidos. El niño distingue el silbo de las cañitas voladoras, y cómo el humo de las bengalas los invade lentamente al igual que el de su camión. Los bombos, aquellos que atravesaron su esquina, y que ahora cantan como niños en la popular señalan dónde ataca el equipo. La voz del estadio le da la bienvenida, él sonríe está en su casa. La gente se agolpa a su alrededor como cada domingo. Los colores le son indiferentes. Algunos hinchas se cuelgan de la tela y el sonido al metal que se agita lo hacen soltar a su padre por un momento con la intención de salir corriendo escaleras abajo y treparse como ellos pero no se anima, recuerda. Está su equipo en la cancha, el locutor profesa con voz clara una vez más que once leones han saltado al campo de juego, a la arena del coliseo del fútbol, y se preparan para devorar a su eterno rival.
El sol está tan alto como siempre para él, el bullicio, los cánticos, el humo del camión y las bengalas, los escalones, Gladys y los fideos, la radio y las pilas, los bombos y los hinchas, la bandera y las letras que se vuelan, las manos de su padre, un abrazo de fe al vacío… un pitazo inicial estremecedor, y por fin Jony el de la Villa del Carmen puede ver el mundo sin sus ojos con su radio en el oído por noventa infinitos minutos.
Rogelio Aguilera
Escritor y docente del departamento de San Martín
Podés escuchar el cuento aquí
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