CUENTO DE FÚTBOL
Pablo tenía un sueño, pero no uno cualquiera. Era uno especial. Es cierto que soñaba con el amor de la mina más linda del barrio, pero esa es otra historia. El del Pablo era un sueño posible, real. Lo soñaba todas las noches, despierto. Lo imaginaba una y mil veces. Quería hacer un gol, un golazo, uno inolvidable. Correr alocadamente, esquivar abrazos, gritarlo con el alma, despeinarse en un romance cómplice con el viento. Pablo era lateral derecho en un equipo amateur, donde su padre lo dirigía. Y la posición, más bien lejana al arco rival, se presentaba como un impedimento, pero no como un imposible. Él no dejaba de soñarlo. Cada noche lo iba construyendo.
Mario iba y venía por el camarín. Armaba y desarmaba el once inicial en su cabeza una y mil veces. Movía piezas y jugaba el partido aún sin jugarlo. Muchas veces, en medio de esa tensión en que él se ponía, lo asaltaban la nostalgia y los recuerdos. Aparecía su niñez y la redonda como primera compañera; los penales con sus hermanos a horas impensadas; el amor de Mirta, el primer beso, la cinta de capitán, y el niño que se hizo hombre. Las tardes de potrero y la 10 que arremetían con furia devastadora.
Desde siempre comprendió que se vive como se juega y no estaba dispuesto a dejarse arrastrar por lo cotidiano. Fue una gambeta al destino, furiosa, irreverente. Y cambió para siempre con su magia el camino de la familia. Alcanzó a darse cuenta de la humedad en sus ojos antes que sus muchachos. Pablo y David, sus hijos, y Daniel, su hermano, terminaban de colocarse los botines para salir al campo de juego y no alcanzaron a ver esas lágrimas. La familia, la bendita familia, siempre fue lo más importante.
Las medias apenas por encima de la canillera, el 4 espléndido en la espalda y el desparpajo adolescente lo hacían inconfundible. El terreno verde, perfumado por eucaliptos que traían el eco de cientos de partidos allí jugados, contaban historias. La tribuna estallaba en aplausos y Pablo sacaba pecho allá, al fondo de la fila. El tiempo de jugar era señalado por un pitazo estridente: la redonda comenzaba a circular, mansa primero, caprichosa después, entre tantas piernas dispuestas a poseerla. Sin embargo, ella, capaz de reconocer a quien mejor la trata, buscaba ese amor eterno, en medio de un delirio de cuerpos que chocaban, intentando, en vano, enamorarla.
El destino comenzaba a jugar sus cartas y la historia parecía estar escrita desde la tarde en que Mirta lo puso en penitencia por romper un jarrón. “La próxima vez vas a pensar dos veces antes de pegarle de puntín”, le había dicho aquella vez. Pablo acababa de recordar aquel momento y sonreía. A menudo los retos de su mamá le venían a la cabeza mientras jugaba y dejaba escapar risas tiernas, de amor incondicional. También recordó la de su padre, cómplice, cuando a la vuelta del trabajo conoció la travesura. Mario, o Pelusa, como lo llamaban sus amigos, era un niño más cuando había una redonda presente. No se podía controlar. El amor es más bien todo lo contrario. No se elige. Más bien aparece y ¡zaz!, lo parte a uno como un rayo, como cuando uno se mira en los ojos verdes de la piba más linda de la escuela.
Los pensamientos lo tenían abstraído cuando se dio cuenta que la pelota picaba en su sector. Fue a disputarla con alma y vida, como siempre. El rebote, con algo de fortuna, lo dejo con metros libres para continuar la jugada. Y corrió como un niño, como un animal libre que olvida otros tiempos. Eran él y la pelota. La ternura de dos enamorados. Y Mirta, su mamá Mirta. Y el tirón de orejas por el jarrón roto. Y el no pegarle de puntín. Y el remate lejano que va, con fuerza, con la esperanza de un futuro mejor, con el grito atravesado en la garganta. Y el vuelo de pájaros cruzando el cielo. Y la redonda cortando ese cielo. Y un arquero distraído. Y un gol, memorable, infinito; un golazo. Y el sueño que vuelve hoy cada día. Es tibieza de verano. Es la libertad del hijo que enorgullece. Es el abrazo del alma con el viejo, que parado a un costado del banco, solo aplaude. Y la montaña de compañeros que todo lo cubren. Y Pelusa, que lo mira a los ojos, mientras repite “hijo mío, hijo mío”. Fue vida, semilla que germinó, amor. Eso mismo: amor eterno.
Juan Azor
Twitter: @JuanAzor
*Cuento publicado en el libro "Mariandina"
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