Estimado Pancho:
No sé si me recordarás, pero necesitaba escribirte esta
carta a vos, crack, que tantas alegrías nos estás dando. ¿Cómo iba a imaginarme
que ese zurdito atrevido y encarador como pocos, que me tocaba marcar todos los sábados en la siesta, terminaría
siendo el 9 de mi equipo?
No te pido que me entiendas, sólo que por un segundo te
pongas en mi lugar.
Los que nacimos sin talento alguno para jugar al fútbol,
tenemos que dejar la vida. Tirarnos al piso, raspar, embarrarnos si es
necesario para recuperar una pelota. Y a veces, aunque en el fondo seamos
buenas personas, tenemos que intimidar a
los habilidosos como vos, pegando alguna patada fuerte y cruel en el tobillo. Es la única manera que tenemos de
equilibrar un partido.
Pero la vergüenza que siente un defensor es mayor, cuando ese
crack además es un nene, un pibe mucho menor. Ese eras vos. Un pendejo que
mostraba la pelota, que la pisaba de un lado a otro e intentaba tirarle un caño a todo rival que
se te cruzara.
¿Qué podía hacer, si un chico que no pasaba el metro sesenta,
me estaba dejando en ridículo?
Te tengo que haber enfrentado unas veinte veces, quizás más.
Hice lo posible por lesionarte. Utilicé toda mi fuerza física, buscando que
algún hueso se saliera de lugar. Pero nada. Eras y sos irrompible. Y eso era
peor todavía, porque te levantabas y querías seguir jugando, jamás pediste el
cambio. Y yo deseaba verte sufrir.
Cómo olvidar el día en que te crucé de lleno. Una patada a
la altura de la rodilla. Te dejé por unas milésimas de segundos en el aire,
diste un giro y caíste como una bolsa de papa. La cancha estaba espantosa, con
más tierra que césped. Creí que había logrado mi ansiado objetivo. Sin embargo
te paraste, seguiste jugando y esa tarde nos clavaste cuatro goles.
¿Cómo iba a saber que ese pibe al que le decían Panchito y
todos los equipos del barrio lo llamaban para jugar, hoy sea Pancho, el 9 y
líder de mi equipo? El que le devolvió la ilusión a los hinchas de ganar algo
importante, después de tantos años de tristeza. El que hizo que el estadio se
volviera a llenar, convirtiendo goles de todas clases, repartiendo lujos como
los que tirabas en un partido cualquiera, y recibiendo golpes traicioneros como
cuando “animales” como yo teníamos la desgracia de marcarte.
Hoy sos Pancho y lo único que me queda por decirte es que
espero que puedas disculparme. Perdón por esos agarrones de camiseta, por esos golpes sin intención alguna de
recuperar la pelota, por los codazos en los córners, por soñar día y noche con
verte en el hospital.
Y también, perdónalos a ellos, a los defensores rivales. A
los que te pegan domingo tras domingo. A los que intentan sacarte del partido.
Los que saben que esa es la única manera de frenarte. Espero que a ellos
también los puedas disculpar.
Hugo Videla
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