CUENTOS EN CUARENTENA
Sin titubear y, pese a las recomendaciones de propios y extraños sobre el cuidado de sus dolencias, esa mañana había preparado su bolso con mayor determinación y minuciosidad. Ni la rodilla punzante que le hacía fruncir la nariz con regularidad, ni la caprichosa alergia, ni el frío desafiante (para el que había comprobado que su teoría sobre mentalización para disminuir su efecto era nula) pudieron con su efervescencia interna; esa mezcla única de querer jugar como niño, oler el pasto, la tierra y sentir la alegría abrazándole la piel desde dentro.
Poco más de un año había pasado desde que Rafael había comenzado a practicar rugby y los rituales del deporte de la guinda lo habían conquistado desde el primer momento. Quizás porque él sentía que había un tercer tiempo que se extendía durante toda la semana y porque los avatares de la categoría, de tener que estar siempre pendiente de sumar jugadores, de crear inferiores y demás, conformaba un combo de sensaciones y actitudes a las que había que dar respuesta permanentemente, tanto con scrums organizativos e institucionales como con los netamente deportivos.
En el vestuario poco había de charla técnica. En ese reducto de cuatro paredes se percibía fraternidad, se respiraban promesas de asadito y arengas con tinte meteorológico. En ese rectángulo de juego, en esa tarde en que el sol aparecía pidiendo permiso para abrigar, el calor abrasador no llegó de parte del febo sino de las entrañas mismas del equipo.
A los diez minutos ya contaban con un jugador menos y no había recambio. Pero el banco vacío al costado de la cancha se multiplicaba en los catorce de adentro. La muestra de carácter reproducía las fuerzas, la energía, el torrente sanguíneo en tackles viscerales y formaciones de inquebrantable convicción. Había en esa casaca celeste y blanca una suma de voluntades que difícilmente tuviera un parámetro numérico.
Faltaban veinte minutos y su equipo estaba siete abajo en el marcador. Ni el jugador de más que poseían sus rivales había podido acentuar la diferencia en el juego. Los calambres se habían apoderado de la mayoría de los grupos musculares y, sin embargo, los brazos no se bajaban y la frente estaba más alta que nunca. Y en esa prédica de ánimo que cada uno se hacía así mismo, cuando el reloj indicaba que en diez pasitos de la aguja grande finalizaba esa aventura física y estaban sufriendo un ataque en dirección hacia la punta en la que se encontraba él, fue cuando sucedió. Rafael comenzó a subir porque era casi seguro que llegaba al wing, pero el segundo centro cometió un knock on y con la misma seguridad con que había transitado esa singular jornada dominical, tomó la guinda y comenzó a correr. Como los sorprendió a contrapierna, Rafa aceleró para escapar a esa triple persecución frenética que acosaba su carrera, carrera que se eternizaba hacia la línea de touch. Sintió que uno de sus perseguidores lo tocaba levemente entonces la aceleración se transformó en vuelo y sus piernas en alas que se desplegaban desde el alma en su afán de convertir el primer try de su vida.
El in-goal fue mucho más que un destino. Fue un territorio en el que Rafael supo que los sueños muchas veces están más próximos de lo que uno cree y los esfuerzos son el motor de esas alas que los conducen.
Sus compañeros lo abrazaron con un profundo júbilo que resumía el reconocimiento a tanta entrega diaria. Lo que sucedió a continuación fue circunstancial y el resultado del partido no fue lo que trascendió de esa magia vespertina. Hubo pies despegándose del suelo y un ascenso conjunto expresado en una misma silueta. Una entidad inmaterial de un grupo que, un día, se materializó en Rafael y en su vuelo de try.
Sabrina Marchese
Periodista; profesora y escritora
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