CUENTOS EN CUARENTENA
Antonio tiene un despertar lento, confuso y sobresaltado. En ningún momento abre los ojos, los aprieta cada vez más fuerte, y espera. Algo no está bien. El silencio absoluto que lo rodea es atronador. ¿Qué está pasando? Cuando se anima a abrirlos, se da cuenta, mira a su alrededor y las piezas encajan. Esa no es su pieza, ahí está el problema, se dice agitado, sobresaltado. Está en la cama de un desconocido. En cualquier momento va a entrar a sacarlo. ¿Cómo llegué hasta aquí?, se pregunta. Y el terror lo domina por completo.
Julia, que está levantada desde temprano, entra con un mate en la mano, y aunque tarda unos segundos en reconocerla, la imagen de su esposa reordena las piezas y el mundo vuelve a su lugar. Intenta sonreír, sacarse de encima las hilachas de ese mal sueño. Se incorpora, azorado, para recibir el mate. Está bien caliente y dulce, como le gusta. Se va despabilando. Todavía le dura el susto, el desamparo. Entonces, como todas las mañanas, pregunta la hora. Y la respuesta lo espanta aún más. ¡¿Cómo puede ser que duerma tanto?! Antes era un relojito para despertarse, a las seis en punto. No paraba en todo el día. Ahora está achanchado, se despierta a cualquier hora, y encima Julia que lo deja dormir. A ella no le importa que duerma de más, al contrario. Pero a él sí. Es un signo de debilidad, de decrepitud.
Se levanta y se viste lento e inseguro. Tiene las manos de trapo, no puede embocar la cabeza en los huecos, no puede prender botones, hasta le cuesta subir un cierre. Son los años, piensa distraído, mientras pelea con las dificultades, sin darse por vencido, hasta lograr un resultado más o menos favorable.
Es domingo, recién se da cuenta cuando llega a la cocina y encuentra la mesa y la mesada cubiertas de ñoquis, la salsa cocinándose, la olla grande con agua a punto de hervir. Hoy vienen todos a almorzar. Como es tradición. Carlitos, el mayor, con su mujer, y a lo mejor los hijos, que ya son grandes y vienen de vez en cuando. Gaby, la del medio; el yerno, que es buen tipo, un poco zonzo tal vez, pero decente. Y los niños, que adora, pero tienen una energía que en los últimos tiempos lo supera. De Flavio, el menor de sus hijos, por supuesto ni noticias, para variar.
Julia lo recibe con un mate, haciéndose la mosquita muerta. Es una buena mujer, no sabe qué le pasó, qué le agarró: después de vieja se le ha dado por engañarlo. De hecho, si no la hubiera visto con sus propios ojos, no lo creería. Una mujer que siempre ha estado en su casa, dedicada a los hijos, al marido. Bien atendida. Pero la vio con sus propios ojos, subirse a la camioneta de un desconocido. Le recibe el mate, atragantándose con un desborde de reproches, que retiene, porque no es el momento, él tiene mucha paciencia, y no se olvida de lo que vio, lo tiene bien claro, y sabe que cuando finalmente explote y diga sus verdades, no va a quedar nada en pie. Así que no tiene apuro.
No sabe en qué momento se juntan todos, en la cocina. Asistencia perfecta. Cuando llega su hijo mayor, Carlitos, se emociona, pero por el motivo equivocado. Por un momento lo confunde con su hijo menor, Flavio, volviendo de sus andanzas por no sé dónde, casado, con hijos grandes. Y mientras lo abraza, emocionado, se da cuenta del error, pero ya es tarde, así que lo abraza más fuerte, mantiene el simulacro.
Los ñoquis de Julia son espectaculares, como siempre. Mientras más cantidad hace, mejor le salen. Se siente invisible, todo el mundo habla con todo el mundo, hacen un alboroto tremendo, y mastican, y se sirven soda, pero nadie lo ve, nadie le habla, nadie hace contacto. El alboroto se convierte en un bloque compacto de sonido sordo, y él, invisible, sólo puede ver las bocas moverse, desproporcionadas, gesticulantes, en silencio, las puede ver desde su no lugar, en donde no está. Hasta que Gaby se da vuelta y le pregunta si se acuerda qué marca de heladera tiene la tía Clara. Y Antonio, como si lo hubieran despertado con un balde de agua, la mira sobresaltado, porque no sabe quién es la tía Clara, pero ahí Julia lo salva porque interviene arriesgando un nombre, pero claro, si Clara es su hermana, qué tonto, en qué estará pensando, su heladera es enorme, con dos puertas, para qué tanto, si para lo que hay que llenar, gris metalizado la heladera, con freezer, pero no se acuerda el nombre.
De lo único que hablan es de lo ricos que le han salido los ñoquis a Julia, lo buena cocinera que es. Pero a él lo que le gustaría es gritar a los cuatro vientos sus verdades. Sacarle la careta a esa traidora. Que se subió al auto de ese tipo, como si nada, él la vio, se encontraron a tres cuadras de aquí, él la estaba esperando. Lo alcanzó a ver de refilón, antes de que arrancara, lo conoce de toda la vida, es del centro. Eso tendría que hacer, que todos conozcan de lo que es capaz la dulce abuelita. Pero alguien pregunta a qué hora es el partido, y todos tienen algo para decir al respecto, menos él, que encima se olvida de lo que estaba pensando.
No se sabe bien cómo se las han arreglado en la familia para ser todos de Boca. Es con lo único que están siempre de acuerdo y funcionan como bloque. En el resto, los hermanos se toleran, los cuñados se falsean y los primos se ignoran. Con Antonio y Julia, hacen una mezcla. El partido es a las seis. Mientras tanto, Antonio se sienta en su sillón y se echa una siestita. Cuando se despierta, el partido está empezando. Y todos a su alrededor, ubicados de cualquier forma, enfervorizados. Qué raro que no se despertó antes, con todo ese movimiento bullicioso de cuerpos y sillas ubicándose.
Julia hace girar el mate lenta y trabajosamente. La esposa de Carlitos, que nunca se acuerda cómo se llama, trajo maíz pisingallo y ha hecho pororó, dulce y salado. Antonio se pregunta si Flavio estará viendo el partido, en cualquier lado, en donde quiera que esté, si estará pensando en ellos, se pregunta si alguien se acuerda de Flavio, ni su esposa parece recordarlo, ni su propia madre. Es que ella ha cambiado mucho, lo ha desilusionado de todas las maneras posibles. Nunca se imaginó que ella lo pudiera traicionar así, subiéndose a una camioneta en medio de la calle, como una pendeja cualquiera. Y las que habrá hecho y él no se ha enterado. Lo habrá estado gorriando toda la vida. Es algo que algún día le tendría que preguntar.
Por lo visto, al único que no le interesa el partido es a Antonio. Le da exactamente igual si Boca gana o pierde. Hace un tiempo que le está pasando eso. Lo mismo que si River pierde o gana, o se convierte en un equipo de básquet. Mira los partidos por costumbre, por inercia, pero ya no le importan. Antes un partido era como ir a misa. Pero con desbordes. Sus hijos heredaron eso, sus nietos más aún. Hasta Julia se terminó contagiando del apasionamiento. Ahora a él le da igual. Le pasa lo mismo con las películas, que las mira sin ver. Y con los noticieros, que siempre ha mirado y escuchado con atención, y ahora…
En el entretiempo, decide que pororó dulce y salado no alcanza, hay que aportarle algo al mate. Galletas o facturas. Es domingo, no es fácil encontrar algo abierto, pero no se pierde nada con intentar. Agarra la bicicleta, le da flojera sacar el auto. No avisa que se va, para que no le empiecen a decir que sí, que no, que van ellos, que tenga cuidado. Nadie se da cuenta de que ha salido. Boca está empatando y con los puntos que tienen, se están jugando el campeonato. El horno no está para bollos.
Ninguno de los negocios de alrededor está abierto. Ni los que abren siempre. Decide seguir, en algún lado algo va a encontrar. Dobla cuando a mitad de cuadra ve un cartel, pero es una mercería. Con Julia hacen la mayoría de las compras en el centro, muy poco usan los negocios del barrio. Y mucho menos estos de por acá. Pero está lindo el paseo. Aunque un poco fresco. El sol se está metiendo temprano.
Varias cuadras más allá, un razonable tiritón lo hace reflexionar que no va a encontrar nada abierto, que ya es tarde, que se está poniendo frío. Y decide dar la vuelta. En eso pasa el auto del desconocido, en el que se subió Julia. El auto es seguro, a él lo alcanza a ver muy de refilón, y a esa hora todo es penumbras, todavía no encienden las luces, todo está teñido de azul grisáceo. Decide seguirlo. Va despacio, paseo dominguero, lo puede alcanzar. Tiene que hablar con él, lo tiene que hacer confesar, aunque sea a la fuerza. No le importa que sea más joven, él todavía se la banca.
El auto va adelante, con cierta ventaja, pero no parece inalcanzable. Antonio no quiere aflojar, pero no estaría pudiendo. El auto dobla. Antonio acelera, para no perderlo, dobla por la misma calle, avanza sin decaer en el ritmo. Bastante bien para su edad, tiene que reconocerlo. Pero el auto no está. Las luces de la calle empiezan a encenderse. No hay nadie en la calle. Y no reconoce la calle. No sabe dónde está.
Veinte minutos después de ir y venir alrededor de la manzana, Antonio reconoce que está perdido. Cuando logra salir de esa encrucijada y agarra por otros rumbos, no le va mejor. Reconoce las calles, los nombres, pero no para dónde está su casa, cómo volver al barrio. No se acuerda por qué salió de su casa, cómo llegó hasta ahí. Y le está dando bastante frío. Si Julia lo hubiera visto salir, le habría puesto una campera, pero él fue sigiloso. Él es un tipo que siempre logra conservar la calma, pero ahora el frío y la desorientación lo quiebran. Pero nadie lo ve. Se tiene que recomponer solo.
Pero no se detiene. En el camino se cruza con gente. No quiere mirar a nadie, no quiere que lo reconozcan. No quiere preguntar. Le da vergüenza admitir que se ha perdido en su propio pueblo, en el que ha vivido toda su vida. Dobla por otra calle, en contramano. A mitad de cuadra una vidriera le llama la atención. Las rejas, los dibujos enormes en el vidrio, las vitrinas llenas de trofeos. Está igual. La academia donde lo traía a Flavio a aprender karate. Ese lugar lo reconoce y sabe cómo volver a su casa desde ahí, el camino se le abre en la memoria. Hace mucho que no anda por esta calle. Flavio tenía doce años. Y en una esquina se encuentra una panadería abierta.
Boca gana, a último momento y con grandes dificultades. Pero la familia de Antonio no sufre los avatares del partido, no estalla con el gol de último momento, no festeja. Antonio está desaparecido. Nunca se va sin avisar, mucho menos a esa hora, nunca se demora más de quince minutos. Y esa costumbre que tiene de no acostumbrarse a usar celular. Hace rato que lo están viendo raro. Pero en hechos aislados, en algunos momentos. Está más callado, ausente. Todos lo han notado, pero nadie se anima a decirlo en voz alta. Carlitos y el esposo de Gaby salen a buscarlo.
Antonio llega alrededor de las veinte treinta, con facturas, muerto de frío, desencajado, pero contando que estaba todo cerrado y que llegó hasta el centro y se encontró con un amigo que hacía mucho no veía y lo invitó a su casa y se les pasó el tiempo hablando. Todos le creen, todos quieren creerle, menos Julia, que lo mira desconfiada. Y Antonio piensa que esa cara es de desilusión, porque lo creía muerto y ella por fin libre para estar con el tipo de la camioneta.
Se da una ducha caliente, para sacarse el frío que tiene calado hasta el centro de sus huesos. Cuando logra entibiarse, empieza a tiritar, no de frío, sino de miedo. Hay una nada que lo está acechando. A un costado, oscura e insondable. La ha identificado, la puede ver, amenazadora, con el rabillo del ojo. Una nada que se lo va a llevar puesto, sin aviso, sin clemencia. Y no se le ocurre qué hacer al respecto, cómo explicarlo, cómo hacer para que no se crean que se ha vuelto loco, cómo pedir ayuda. Entre el sonido del agua cayendo y los latidos de su corazón, puede escuchar a la nada, tiene sonido propio, y es aturdidor.
Sale del baño y Julia lo está esperando con otro toallón, con ropa tibia y seca. Como quien no quiere la cosa, lo ayuda a ponerse el pijama. Antonio se lo agradece, le dice que ella es una bendición, mientras lo ayuda a acostarse. Después se va a la cocina, a apagar luces, a revisar las puertas y a tomar la firme decisión de hablar con él, encararlo, preguntarle qué le está pasando, qué siente, qué necesita. A pedirle que por favor regrese, que se traiga de vuelta, porque hace un tiempo que ya no es él.
Antonio se acuesta, se acomoda bien, se tapa hasta la nariz, se acurruca, cierra los ojos, y aparece de nuevo esa sensación, algo no está bien, algo está desencajado. Aprieta bien los ojos, pero la sensación no amaina, lo rodea más bien. Entonces los abre. Y ahí se da cuenta de lo que le pasa, las piezas encajan. El problema es que esa no es su casa. De nuevo le vuelve a pasar, no sabe cómo. Pero ahí está. Acostado en la cama de un desconocido. En paños menores. Y en cualquier momento va a entrar a sacarlo.
Fabricio Márquez
Ecritor y hacedor cultural, oriundo de Rivadavia, Mendoza
*Cuento publicado en Diario Los Andes
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